Mi primera vez en la cárcel El siguiente es el sorprendente y emocionante relato de Cesar Mayer, voluntario en el área de catequesis de "María de las Cárceles", en ocasión de su primera visita a las Unidades Penales de Florencio Varela. Un largo día que tuvo sorpresa, miedo y admiración en grandes dosis.
Un martes de marzo visité por primera vez las unidades penitenciarias
de Florencio Varela. No es fácil resumir el alboroto de emociones
y experiencias que viví aquel día. María de las
Cárceles había decidido llevarles un cargamento de alimentos
para paliar una situación de carencia generalizada que ya duraba
varios días. Esta situación delicada obviamente era
consecuencia de la condición general que afecta a todo el país,
más allá de la buena voluntad del Servicio Penitenciario
Bonaerense. En esa inesperada misión tuve la felicidad de acompañar
a Adriana y Silvia, oficiando de improvisado voluntario y chofer.
Ellas se habían encargado de reunir los fondos y de comprar
los alimentos (por suerte, había de todo). Cuando llegué
a la sede de Lacroze las bolsas desparramadas cubrían gran
parte del poco espacio disponible en la superficie del local. Mi compromiso
con Adriana había sido que yo las llevaba a Florencio Varela
a la mañana temprano, pero debíamos estar de regreso
en la Capital para el mediodía, por razones mías de
trabajo. La respuesta telefónica de Adriana fue un largo e
incuestionable "por supuesto !...". En ese momento no advertí
que respuestas como esa eran una de las claves del habitual éxito
de Adriana en sus emprendimientos...
Con la ayuda de Pepe y Juan, dos liberados que colaboran en la
sede de María de las Cárceles, cargamos la pick-up
de un amigo, que dejamos estacionada precisamente enfrente de la
comisaría aledaña, previo permiso de la autoridad.
Para bajar los bultos y trasladarlos por la calle en el fragor del
gentío que puebla Chacarita a las 8 de la mañana,
tuvimos que usar a modo de changuito dos sillas con rueditas, tipo
escritorio, que adornan la sede de la asociación. La carga
llevó su tiempo y una vez concluída partimos, justo
cuando empezaba a caer sobre la ciudad una copiosa llovizna. Adriana
y Silvia se preocupaban por la gran cantidad de harina transportada
en la caja descubierta, que viajaba en las habituales bolsas de
papel; el resto de los alimentos tenía embalaje impermeable.
Las chicas sugirieron parar un momento para cubrir la carga con
un paño que habían traído, a modo de cobertor.
Al estirarlo bajo la lluvia advertimos que el paño era poco
más grande que un repasador..., con lo cual inmediatamente
retomamos la marcha e internamente pedimos a Dios que la lluvia
no perjudicara los alimentos. Dios cumplió (de hecho, siempre
cumple, cuando lo dejamos).
El trayecto a las cárceles de Florencio Varela comprende
lugares tan ignotos para mí como el llamado "triángulo
de Bernal". Cuando Adriana lo mencionó me sonó
a "triángulo de las Bermudas". Cuando lle-gamos
Adriana me dijo sentenciosa: "aquí no pares, hay que
seguir andando pase lo que pase...". Con el ánimo tranquilo
por ese comentario, seguí disfrutando del viaje. Silvia estaba
provista de una surtida bolsa de medialunas y vigilantes, que venía
de-gustando sin parar. Adriana se excusó por razones de dieta.
No obstante advertí que ambas ponderaban las facturas, lo
que me hizo sospechar que las habían probado al unísono
un rato antes. Yo comí algunas, tanto como para decir "probé";
pienso que ser voluntario, después de todo, tiene sus compensaciones.
A la altura del triángulo de las Bermudas el motor de la
camioneta comenzó a toser y a tironear imperceptiblemente
y yo temí por lo que pudiera suceder con nuestro apetitoso
cargamento, con la camioneta y con nosotros. Una medialuna me que-dó
súbitamente atragantada. Pero con la debida asistencia divina
pudimos continuar el viaje y las chicas no se enteraron del momento
de tensión.
Llegar a las cárceles de Florencio Varela lleva mucho, mucho
tiempo. Y el viaje en sí mismo es cansador. Para entonces
yo estaba cansado del viaje, de cargar las bolsas, y del estrés
que me provocaba toda la experiencia que recién comenzaba.
Adriana y Silvia, como si nada, se las veía contentas.
Varios kilómetros después de pasar la ciudad de Florencio
Varela, se dejan ver los muros, alambradas y torres del complejo
penitenciario. Son una presencia sorpresiva e inquietante en medio
de un campo muy verde con vacas. El desvío de la ruta que
conduce a las cárceles es transitado por muchas personas
de a pie, que peregrinan desde las paradas de colectivos sobre la
ruta, hasta el complejo penitenciario. Se trata de familiares de
internos o pobladores rurales de la zona. El guardia de la primera
alambrada nos pide que nos identifiquemos. Adriana contesta "María
de las Cárceles" y la entrada es franqueada de inmediato.
En el edificio principal dejamos nuestros teléfonos celulares
y los documentos personales. Los oficiales que nos ven se acercan
a saludar a las chicas con un beso. Adriana y Silvia los saludan
uno a uno por sus nombres, les preguntan por sus esposas, sus hijos,
por sus vidas. Los oficiales se ven contentos de verlas. Yo igno-raba
que en la oficina del jefe de unidad nos esperaba una reunión
multitudinaria compuesta por oficiales del Servicio Penitenciario,
funcionarios del Ministerio de Justicia bonaerense, un abogado de
la Defensoría de San Martín, el Capellán Mayor
del Servicio Penitenciario, etc.. Adriana y Silvia son bien conocidas.
Me presentan como "nuevo voluntario de María de las
Cárceles". La reunión comienza de manera muy
formal, las chicas leen la lista de los alimentos que la asociación
ha llevado. Luego se labra formalmente un acta de recepción.
El jefe de la unidad, que es nuestro anfitrión, habla seriamente
de la importancia de la tarea desa-rrollada por la asociación,
y de la ayuda que significa para el buen funcionamiento de las cárceles.
Percibo que habla con sinceridad. Los señores del Ministerio
de Justicia, de pie, señalan que sus órdenes son ponerse
a disposición de Adriana y de María de las Cárceles
para cualquier cosa que necesite. Cualquier dificultad, queja o
inquietud, debe serles avisada de inmediato, de día o de
noche, a la hora que sea, para que ellos le den solución.
Es una declaración contundente, todos los concurrentes advertimos
su importancia.
Concluída la parte protocolar, Adriana anuncia que quiere
visitar "sus" pabellones del sector de "máxima
seguridad", en particular el pabellón N° 2, cuya
población -aclara- es mayoritariamente homosexual. Yo pienso
calladamente, por qué no iremos mejor a otro lugar, que no
sea de máxima seguridad... Los demás concurrentes
a la reunión se quedan tratando temas importantes y las chicas
y yo nos internamos en una larga sucesión de pasillos desnudos,
divididos por rejas cerradas, en compañía de un oficial.
Me alegra ver que la cárcel es limpia, luminosa y aireada.
Es de construcción bastante reciente. Pero me desagrada tras-poner
la sucesión de rejas que van siendo cerradas ruidosamente
a mis espaldas. Impresiona el ruido metálico de los cerrojos
y los candados. Retumba en los largos espacios vacíos. Por
suerte no se siente frío, pienso. El área de máxima
seguridad, al final de los prolongados corredores, está presidida
por una construcción baja poli-gonal, rodeada de ventanas
perimetrales, poblada de vigilantes que controlan desde su interior
lo que sucede en los pabellones. Desde esa base se desprenden varias
calles o veredas de hormigón, como los brazos de un pulpo,
hacia cada uno de los pabellones concéntricos. Las chicas
señalan a lo lejos un pabellón que deja ver dos o
tres personas en la reja principal, es el N° 2. "Ahí
viene Raquel...", me dicen. Raquel tiene las características
físicas y el arreglo personal de una mujer. Se nota que es
"fashion", viste una remera con la inscripción
"Alcatraz"... (Pienso que Alcatraz debe haber sido mucho
peor que estas cárceles de Florencio Varela). Raquel saluda
a las chicas con un beso. Se muestra muy simpática y contenta
de verlas. Habla con ellas de las últimas novedades y anuncia
que le faltan pocos meses para salir. Un oficial acompaña
a las chicas (ahora son tres) y a mí, hasta el pabellón.
Ingresamos y él se retira, cerrando la reja una vez más
a nuestras espaldas.
Los internos se alegran de ver a mis compañeras, las saludan
con un beso, se los ve genuinamente contentos por la visita inesperada
de un día martes. Adriana y Silvia conocen bien a todos.
Ellos me saludan sorprendidos. Me siento contento de haber llegado
por fin y de conocer las caras de estas personas cuyas vidas transcurren
en este lugar impersonal. Nos hacen pasar a una primera habitación
espaciosa, que hace las veces de comedor. Hay cocina, heladera,
una mesa mediana y algunas si-llas. También se ven ollas,
cacerolas y repasadores secándose. Nos invitan con agua o
mate, es todo lo que tienen. Debo reconocer que cuando uno está
separado del mundo libre por tantos muros y rejas, la sensación
es muy angustiante, principalmente de encierro, claustrofobia, siento
que me falta el aire aunque el aire entra abundante a través
de varias rejas y ventanas. Me asusta pensar que mis nervios puedan
traicionarme en forma imprevista. Por suerte dura poco, no más
de tres o cuatro minutos, y pasa. Adriana les pide que le cuenten
novedades, les pregunta si rezan el rosario. Entre los internos
se producen algunas miradas incómodas y respuestas incompletas,
que sí, que más o menos, que a veces. Adriana les
pide que acerquen sus Biblias. Les dice que los personajes más
importantes de los Evangelios han estado presos, como ellos. Jesús
fue ejecutado estando preso. Pedro fue preso varias veces. Lo mismo
que Santiago y muchos otros. Pablo escribió sus epístolas
más célebres estando en cautiverio. Adriana les dice
que la conversión y la fe dentro de las cárceles son
doblemente importantes, porque ellos son quienes la sociedad re-chaza,
y si ellos tienen fe y hacen una conversión interior, se
transforman en una señal definitiva y auspiciosa para toda
la sociedad. La escuchan respetuosos, en completo silencio. Asumen
que en efecto, pueden ser muy importantes, quizás por pri-mera
vez en sus vidas. Al final todos rezamos. Al despedirnos me piden
que los visite de nuevo el viernes. Uno a uno les deseo que sigan
bien y que se cuiden. Adriana se apresura porque tiene que sacar
fotos de los talleres que están funcionando. Le pido que
saque una de todo el grupo, allí mismo. Todos se entusiasman
y posan de inmediato.
Cuando salgo del pabellón N° 2 me siento profundamente
enriquecido por la experiencia. Estoy contento. Me había
acercado a María de las Cárceles para tener esas vivencias
y tempranamente han llegado. Las personas que acabo de conocer en
algunos casos están cumpliendo sentencias de prisión
muy largas. Muchos parecen ser muy inteligentes, pero no han tenido
educación, o ésta ha sido apenas elemental. Su discurso
es moderadamente transgresor y audaz. Hacen preguntas provocadoras
del pensamiento, que desafían los convencionalismos. Quieren
respuestas, no se conforman si no es con la verdad. Tengo la sensación
de que cualquier otra cosa los desilusiona-ría. Intuyo, también,
que han captado de mí muchas más cosas de las que
nunca voy a poder imaginar. Que en ese lugar no funcionan las máscaras,
poses e imágenes con las que solemos adornar en vano nuestra
personalidad.
Salimos acompañados del mismo oficial y de Raquel. Somos
conducidos a la biblioteca. Raquel está estudiando el secundario.
Tiene que hacer una monografía sobre la obra de Sarmiento,
está buscando material. Nos pide que la ayudemos si encontramos
algo en Internet. Señala que ha empezado a leer el "Facundo",
pero la aburrió. Entre los volúmenes descubro "Recuerdos
de Provincia". Le digo que yo no lo he leído, pero que
es quizás el libro más famoso de Sarmiento. Raquel
conoce el título. Nos comunica que en su monografía
analizará la obra de Sarmiento desde el punto de vista psicológico.
Quedo pensando que va a ser interesante.
El taller de artesanía me sorprende porque exhibe una cantidad
de tallas en madera de muy buena calidad. Los internos trabajan
en un escudo que muestra a San Jorge luchando contra el dragón,
cuya factura les ha encomendado el afamado Colegio San Jorge de
Quilmes. El ambiente de trabajo es muy serio y los internos se ven
muy dedicados.
Más tarde visitamos el taller de computación. Está
ubicado en un primer piso con forma levemente poligonal, por lo
cual goza de una excelente vista a las canchas y al campo. Por su
orden y cuidado parece un aula de la universidad San Andrés.
Sorprende la cantidad de computadoras, monitores e impresoras que
tienen para reparar, luego serán destinadas a escuelas en
el norte del país. Los internos saludan a Adriana y Silvia
muy alegres. Viéndolos trabajar resulta difícil tomar
conciencia de que están en la cárcel. Está
con nosotros un alto oficial del servicio penitenciario. Trata a
los internos con respeto y cordialidad y ellos le retribuyen de
la misma forma. En mi interior hago votos para que ésto pueda
ser siempre así.
La visita a la cárcel me descubre todo el trabajo hecho
allí durante años por María de las Cárceles.
Adriana y Silvia no se ufanan de ello. Les parece normal. No se
adjudican méritos. Tengo la certeza de que lo atribuyen al
Espíritu Santo, y parecen felices de ser su instrumento.
Me alegro mucho de estar con ellas ese día.
Finalmente varios internos nos ayudan a cargar la camioneta con
material de computación. Al verlo, un oficial me pregunta
cuál es el lucro que obtiene la asociación. Le contesto
que ninguno, que es sólo por ayudar. Me mira incrédulo.
El camino de regreso vuelve a ser largo y pesado. A la altura de
Avellaneda se nos interpone un piquete que desvía el tránsito.
Llegamos a la Capital de noche, y todavía tenemos que descargar
las computadoras en la sede de Lacroze. De camino pasamos por la
parroquia de San Agustín. Hay que dejarle las fotos a Marina.
Ese martes finalmente no llegué a trabajar. Pasé todo
el día en las cárceles de Florencio Varela. Pero me
pareció que había vivido una de las experiencias inolvidables
de mi vida. Me voy a casa pensando que los caminos del Señor
no son fáciles, pero transitarlos ya nos llena de felicidad.
César.
Voluntario "María de las Cárceles"
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